La sociedad en la que vivimos
A lo largo de la historia de la humanidad, indefectiblemente se han producido cambios en las costumbres, valores, y fines perseguidos por la sociedad. Así, podemos hablar de momentos claves en su evolución, que implicaron no solo cambios desde el punto de vista social, sino también económico y ambiental.
La Revolución Industrial, bien sabemos, ha sido uno de estos momentos, marcando el éxodo de la población rural a las ciudades, que se acentuó muy notablemente a mediados del siglo pasado. La industrialización trae consigo progreso y beneficios, pero también un impacto directo en la disminución de la actividad agroforestal y el abandono, por parte de las personas, del estilo de vida rural. De este modo, terrenos agrícolas, de cultivo y pastoreo, con el paso del tiempo, se ven transformados en zonas forestales homogéneas.
En la actualidad, por el contrario, y ahora, todavía más acentuado tras la pandemia, se ve un proceso inverso, de revalorización de la vida en las afueras de la ciudad, con el consiguiente incremento de las áreas de interfaz urbano-forestal. La problemática aquí radica en el imaginario que existe de vivir en el bosque, pero no recreando los estilos de vida tradicionales, y las actividades productivas, sino replicando y continuando con las costumbres propias de la ciudad, donde el entorno, considerado como un bien contemplativo, debe permanecer estático y cualquier cambio en él, tendrá una connotación negativa.
De ahí, que los incendios forestales son vistos como una amenaza y no se entiende el papel que desempeñan en los ecosistemas.
En función de esta ideología, se llega a una cultura forestal prácticamente inexistente y donde las políticas de extinción apuntan a la completa erradicación del fuego dentro del escenario, destinando los presupuestos institucionales a mejorar la eficacia de los servicios, con mayores recursos, una inversión muy por encima de la que se destina a gestionar nuestros bosques.
Así, nos encontramos con territorios con mucha vegetación sin gestión, lo que se traduce en una alta acumulación de combustible, con continuidad horizontal y vertical, y que, cuando un fuego tiene lugar, tiene un gran potencial para convertirse en un incendio rápido e intenso, difícil de contener y controlar, superando todos los recursos con los que podamos contar.
La paradoja de la extinción
Cuanto más efectivos se vuelven los servicios de extinción, apagando pequeños fuegos año tras año, al final, se termina modificando el régimen de fuego y así, si bien se logra evitar que se quemen decenas o cientos de hectáreas, por otro lado, se continúa acumulando cada vez más combustible en el bosque. Y el problema aparece cuando tenemos incendios que no logramos contener durante el ataque inicial y al propagarse, alcanzan las masas forestales o montes sin gestión, sin discontinuidades o parches que detengan esa inercia en el comportamiento, adquiriendo rápidas velocidades y/o altas intensidades del frente, que superen las capacidades de extinción y afectan masivamente el territorio más próximo.
Normalmente en las estadísticas de una región, en la serie temporal, se ve una tendencia a una disminución en la cantidad de superficie afectadas, pero puede que haya un año, donde un solo episodio logra superar los miles de hectáreas. La reacción más normal luego de una campaña así es que al año siguiente, se invierta en más medios, más tecnología y más personal pero lo único que se logra es producir una selección negativa. No se soluciona el problema de fondo, sino que se favorece que empeore todavía más la causa que hay detrás de todo ello.
En definitiva, hay que entender los incendios como perturbaciones dentro de un ecosistema cambiante y donde tienen un rol en la ecología de éste, es decir, es una forma más de la que dispone el paisaje para adaptarse, diversificarse y renovarse.
¿Qué papel juega el cambio climático en todo esto?
La carga de combustible se incrementa cada vez más, el fuego se escapa con mayor frecuencia de los primeros esfuerzos por ser contenido y a su vez se monta todo un sistema de extinción para erradicarlo completamente del escenario. A la vez que crecen las áreas de interfase, con mayor población inmersa en el problema, convirtiéndose en otro elemento vulnerable de la ecuación, y que, a la hora de ocurrir un incendio, complejiza aún más la emergencia que pase de ser un problema forestal a un problema de protección civil.
Los incendios forestales son la parte visible del problema, pero lo que realmente hay es un desequilibrio en el paisaje. Aumentado los recursos cada vez más, podemos intentar mantener el equilibrio, pero tarde o temprano la capacidad de extinción para enfrontarse a ellos se ve superada y puede tener lugar el colapso de los servicios de extinción frente a la emergencia.
En todo este análisis, el cambio climático también contribuye en el empeoramiento de la situación, ante las recurrentes olas de calor en diversas partes del planeta y episodios de sequía o tormentas secas. En definitiva, nos pone en evidencia el desequilibrio presente en nuestros bosques, que están fuera de rango climático y que deben adaptarse al nuevo tiempo, pero donde la sociedad, ante esta inacción en términos de gestionar el territorio, impide que se adapten y se vuelvan más maduros y heterogéneos. En definitiva, el cambio climático ha sido la pieza clave que ha acentuado el problema y que ha decantado la balanza, obligando a la sociedad a alejarse de respuestas defensivas y planear nuevos horizontes.
¿Qué retos tenemos a futuro?
Sin duda, la gestión forestal debe ser el pilar para tener unos bosques más resilientes. Como vemos, de poco nos servirá a futuro contar con mayores recursos, cuando por cuestión de capacidades y, por consiguiente, la seguridad del personal, no sea posible hacerle frente a fuegos extremadamente intensos y rápidos.
En este sentido, recuperar la actividad agroforestal nos ofrece generar ese mosaico en el que los cuerpos de extinción tienen oportunidades para desplegar maniobras y cumplir objetivos.
Ahora, por otro lado, es clave dejar de concebir al fuego como un elemento netamente negativo, y debemos pensar en reintroducirlo en el bosque a modo de quema prescrita con baja intensidad, como otra forma más de ayudar al paisaje a adaptarse a la nueva era. Un gran reto de futuro, que necesita cuerpos de extinción con una gran cultura forestal y conocimiento respecto del uso del fuego como herramienta de gestión.
En definitiva, siguiendo las palabras de Marc Castellnou, jefe del GRAF de la Generalitat de Catalunya, “los incendios de baja intensidad nos ayudan a vacunar a nuestros paisajes contra los fuegos de alta intensidad”, y en este sentido, no necesitamos más camas de hospital ni más médicos, necesitamos la vacuna.
Este contenido ha sido posible gracias al convenio Vallfirest x The Emergency Program.